A sus 56 años, el marbellí sigue buscando su propósito en la vida. Aunque no eligió voluntariamente estudiar Derecho, el ejercicio de la abogacía inmediatamente despertó en él la conciencia del compromiso para una sociedad más justa. Con grandes historias sobre cómo su hijo Juan le llevó de vuelta al Club Baloncesto Marbella donde creció como niño y se formó como persona, nos relata que la meta ha sido el camino, y lo ha andado junto al amor de su vida y su hijo.
Corría el calendario de aquellos años cuando, en el colegio Santa Teresa, se dio un encuentro inesperado que cambiaría su vida. Como si fuera un día cualquiera, mientras él jugaba al baloncesto en el patio, se le acercó un desconocido. “¿Te gusta el baloncesto? ¿Te gustaría jugar en un equipo?”, le preguntó aquel hombre. Luego descubriría que era Enrique Cuevas, quien, sin saberlo, plantaría la semilla de una gran pasión y sería quien encendiera en él una chispa que marcaría su infancia. Al recordarlo, la emoción asoma en sus palabras y con voz entrecortada, junto a una mirada cargada de nostalgia, rememora aquellos momentos como los mejores de su niñez.
El entusiasmo crece cuando le narra a la periodista su primer partido, disputado en la Alameda de Marbella, con una camiseta que, aunque, según él, “horrorosa”, hoy recuerda con ternura. Perdieron 18 a 1, pero el recuerdo sigue vivo, porque aquel único punto, ese solitario uno en el marcador, fue suyo: un tiro libre que marcó no solo un punto, sino el inicio de algo especial. “Esos son, sin duda, los mejores recuerdos de mi infancia”, confiesa, con una sonrisa que se mezcla con la nostalgia.
Sin embargo, la historia de aquel joven entusiasta del baloncesto dio un giro inesperado al ingresar en la universidad para estudiar Derecho. Aunque en su interior aún resonaba el deseo de estudiar periodismo, optó por una carrera que, si bien no era su primera elección, le abriría nuevas oportunidades que nunca había previsto.
Era difícil imaginarlo entonces, pero el almanaque familiar marcaba un momento decisivo. Enrique Agüera nos cuenta, mientras observa con melancolía el jardín de su piscina, cómo su camino profesional fue delineado por las expectativas familiares y, en gran medida, por la voluntad de su padre. Su hermano mayor, José Agüera Lorente, había optado por estudiar Filosofía, una elección que, aunque intrigante para él, resultaba inexplicable para su padre, Enrique Agüera Suárez, quien consideraba la Filosofía poco menos que una extravagancia y una fuente de desconcierto. Así, tener otro hijo con una vocación similar era para él impensable.
Sin margen para el debate, Enrique no tuvo más alternativa que dedicarse al Derecho y convertirse en abogado, aunque su verdadero sueño era ser periodista. “Mi padre nunca asumió tener un segundo hijo varón con una profesión de la que él no pudiera sentirse orgulloso”, recuerda. Con esta declaración, mezcla una nostalgia que apenas logra disimular en su voz, como si en cada palabra pesaran aquellos días en los que renunció a sus aspiraciones.
El verano previo al inicio de curso marcó un antes y un después. Su padre, en un intento por inculcarle disciplina y responsabilidad, abrió una cafetería y, sin dar tregua, lo mantuvo allí de sol a sol durante las vacaciones. Aquella experiencia se convirtió en el impulso que necesitaba para alejarse de casa y, sin certezas, decidió mudarse a Málaga a estudiar Derecho. No tenía un plan claro; ni siquiera imaginaba qué le depararía esa carrera ni hacia dónde lo llevaría realmente. “No sirve de nada arrepentirse en la vida,” reflexiona con serenidad mientras evoca aquellos días de juventud. “Si algo te sale mal, pues rectificas.” Sin embargo, en su caso, no hubo vuelta atrás. Aunque su camino lo había escogido su padre, con el tiempo encontró su propio ritmo, y finalmente aquella profesión, que comenzó sin pasión, terminó por enamorarlo.
Fue el destino, dice, quien puso en su camino a Salvador Guerrero, un amigo de su padre que lo acogió en su despacho para realizar las prácticas de Derecho. “Él fue mucho más que un tutor; el destino me puso en el camino a esta persona”, comenta emocionado. Salvador, un procesalista con auténtica vocación, se convirtió en una de las figuras más influyentes en su vida y, más aún, en quien le enseñó a amar la profesión. “Me enseñó que el Derecho es una herramienta que sirve al que mejor la utiliza con honradez”, explica. Más allá de las lecciones jurídicas, fue Salvador quien le inculcó valores que aún rigen su vida: la honestidad, la responsabilidad y la valentía. Le recuerda no solo como un maestro, sino como un mentor que le mostró la importancia de actuar con integridad en un ámbito que, a veces, puede parecer implacable. Así es como la vida le llevó a estudiar Derecho en la Universidad de Málaga y a ejercer como procurador, en una trayectoria marcada por los principios que Salvador le enseñó y que nunca ha dejado de honrar.
La conversación, cargada de emotividad, continuó en un ambiente íntimo y familiar al que se unió Juan, el hijo de Enrique. En ese tono cálido, Enrique recordó aquellos días universitarios, una época marcada por reencuentros inesperados. Fue en aquellos pasillos donde el destino le volvió a cruzar con Cristina Zea, su compañera de infancia, con quien había perdido contacto tras la escuela.
"La meta es el camino. La vida no es una línea de ferrocarril que te lleva a la meta. Eres tú quien decide cómo vivir la vida”
Años después, mientras Enrique trabajaba en el despacho de Salvador, ambos se encontraron por casualidad en una calle de la ciudad, después de tantos años sin noticias el uno del otro. Fue un momento espontáneo; se miraron, y el recuerdo compartido los impulsó a quedar para tomar un café. Lo que comenzó como una charla de recuerdos pronto se transformó en algo más. Recuperaron su conexión rápidamente y, sin dudar, Enrique le propuso una idea audaz: montar un despacho juntos. Fue así como surgió AZ Jurídicos, una firma que simbolizó no solo una aventura profesional, sino también el inicio de una vida en común. "Somos socios, matrimonio y padres. Creo que es una de las cosas de las que me siento más orgulloso", comenta Enrique, mirando al pasado con una mezcla de gratitud y asombro.
Sus dos grandes pasiones, el baloncesto y Cristina, se cruzaron en una época que aún recuerda con una mezcla de humor y afecto. Cristina iba a verle jugar, aunque él admite, en tono de burla, que en aquel entonces no era precisamente a él a quien iban a ver. Entre anécdotas de aquellos días y las noches de salida por el puerto deportivo de Marbella, su mirada se ilumina al recordar el momento exacto en el que supo que Cristina marcaría su vida.
"Siempre era el primero en salir de clase", cuenta riendo. "Apenas sonaba la campana, salía corriendo. Pero a ella le molestaba que siempre fuera yo el primero. Así que un día, delante de todos, me puso la zancadilla. Me caí, y cuando me levanté y vi que era ella, levanté la mano y me frené; pensé: ‘Si no le he dado un puñetazo, será por algo’". Es una anécdota que ambos todavía recuerdan con risas, pues el motivo de Cristina para hacer eso iba más allá de una simple travesura.
El destino les tenía reservadas más coincidencias: ambos eligieron estudiar Derecho, y aunque no puedan saber si existe algún "hilo rojo" que los una, su historia es un claro ejemplo de que han compartido algo especial desde siempre. "Siempre fui la oveja negra de la familia", confiesa, recordando cómo en su infancia no destacaba precisamente como alumno ejemplar; su única pasión era el baloncesto, sin importar que lloviera o tronara.
Este amor por el deporte lo comparte ahora con su hijo Juan, quien comenzó a jugar de pequeño en el colegio y, más tarde, ingresó al Club Baloncesto Marbella, el mismo donde
Enrique jugaba en su juventud y donde, para su sorpresa, Juan tuvo el mismo entrenador que él. Durante la entrevista, Juan escucha esta anécdota sentado al otro lado de la mesa, observando a su padre con una mezcla de orgullo y cariño mientras rememora esos días de infancia.
Fue precisamente gracias a Juan que Enrique retomó el contacto con el club y, tras una serie de coincidencias y encuentros, se le ofreció la oportunidad de presidirlo. Enrique no tardó en aceptar el desafío y, tras una votación, fue elegido presidente del Club Baloncesto Marbella. “Lo hice como un gesto de gratitud hacia aquellos directivos que en su día me permitieron jugar y formarme en mis valores”, comenta con una sonrisa. Junto al nacimiento de Juan, este ha sido uno de los momentos más significativos de su vida.
Sin embargo, compaginar su carrera como abogado con la presidencia del club no ha sido fácil. “Hubo momentos en que dediqué más tiempo al club que al despacho”, confiesa, dejando entrever el desequilibrio personal que llegó a generar en su vida. Aun así, rememora con orgullo los recuerdos en el club y las personas que le dieron la oportunidad de llegar hasta ahí.
Para Enrique, la vida se construye a partir de los acontecimientos que suceden sin planificación; cada día es una aventura, y nunca se pregunta al inicio de la jornada qué le deparará. “La vida es para los que se atreven y hay que llenarla de contenido, tomar protagonismo y hacer cosas que nos satisfagan, junto a personas que realmente nos aporten”, reflexiona mientras mira hacia el futuro, siempre con el propósito de seguir creciendo y disfrutando de la vida que ha forjado.
A lo largo de los años, Enrique ha aprendido que la vida no se mide solo por los logros profesionales ni por las grandes decisiones, sino por los momentos sencillos que lo han acompañado: un partido con amigos, un café compartido con su compañera de toda la vida, o la satisfacción de ver a su hijo Juan tomar las riendas de su propio camino. La familia, el deporte y la justicia se han entrelazado en su vida de una manera única, dándole la fuerza para enfrentar los altibajos.
“A veces, los sueños no se cumplen de la manera en que los imaginamos, pero eso no significa que no sean valiosos”, dice. En su mirada hay una serenidad profunda, como si finalmente hubiera encontrado la paz en esa mezcla de pasión, sacrificio y amor que lo ha guiado durante todo su recorrido. Cada día es una nueva oportunidad para agradecer, aprender y seguir adelante, con el convencimiento de que lo verdaderamente importante ya lo ha vivido.
“Estoy junto a la mujer con la que quiero estar; he conseguido sentirme querido y querer. En ese sentido me siento pleno”
Ante la pregunta de la periodista, “¿piensas que el Enrique del pasado, aquel que tenía 10 añitos, estaría orgulloso de quién eres ahora mismo?”, no puede evitar una expresión de asombro. La pregunta le toma por sorpresa y lo conmueve. “Hay veces que me veo de pequeño y no me reconozco”, admite con cierta introspección, pues, al mirarse ahora, le cuesta imaginar cómo lo vería aquel niño que soñaba con ser periodista o jugador de baloncesto.
Sin embargo, tras un momento de reflexión, reconoce que se siente orgulloso y satisfecho por la familia que ha formado. Es el padre que le hubiese gustado tener, con un hijo y una hija que son los hermanos que siempre anheló y con una compañera de vida en quien ve reflejada a su propia madre. Cerrando ese círculo, se atreve a afirmar que el Enrique de niño sí se sentiría muy orgulloso del adulto en el que se ha convertido. Es una pregunta que jamás se había planteado, pero el ambiente íntimo y familiar en el que estaban, rodeado de Juan y la periodista, lo invita a abrirse y a compartir esa confesión que surge con naturalidad.
Aunque Enrique Agüera ha alcanzado una vida plena y colmada de satisfacciones, hay un aspecto que aún le duele recordar: su relación inconclusa con su padre, quien falleció inesperadamente durante la pandemia. Con su partida, Enrique siente que se fueron también las oportunidades de cerrar las brechas que los distanciaban. “Me arrepiento de no haber tenido esa última conversación,” confiesa con un tono de resignación y nostalgia. Recuerda vívidamente su última visita a la residencia donde estaba su padre, una despedida que dejó abiertas muchas preguntas y sentimientos sin resolver. Fue una relación compleja, marcada por una disciplina rígida y una dureza que Enrique sentía especialmente dirigida hacia él, en contraste con el trato que su padre daba al resto de la familia.
Desde niño, Enrique tuvo que lidiar con una educación exigente, en la que su padre trataba de inculcar responsabilidad y firmeza de carácter. A menudo, le pedía que sacrificara sus propios sueños, como en el baloncesto, para trabajar con él en los jardines donde laboraba, restándole tiempo para sus pasatiempos y metas personales. Hubo ocasiones en las que incluso le hizo perder titularidad en el equipo para llevarlo a cumplir con otras tareas, y eso fue creando en Enrique un resentimiento que jamás expresó en su momento. “No era un mal hombre, solo que no tuvo otro modelo educativo y replicó en mí lo que él mismo había vivido,” reflexiona, entendiendo que la dureza de su padre era el único lenguaje emocional que conocía para criar a sus hijos.
Al convertirse en padre, Enrique sentía un temor persistente: el miedo de repetir la historia con Juan. Temía no ser capaz de mostrarse afectuoso, de ser una figura de apoyo y no solo de disciplina. Sin embargo, esos temores pronto se disolvieron, pues se prometió a sí mismo ser un padre distinto al que él había tenido. Con el tiempo, se enorgulleció de convertirse en alguien que estaría siempre presente para sus hijos, celebrando sus triunfos y acompañándolos en los retos de la vida. Desde los primeros pasos de Juan en el Club Baloncesto Marbella, hasta cada cumpleaños y cada momento en vacaciones, Enrique ha sido un padre cercano y participativo, rompiendo un ciclo que temía inevitable.
Entre risas, recuerda la anécdota de cuando, en un día de exámenes universitarios, dejó el coche aparcado fuera de la facultad y al salir encontró una de las ventanillas rotas. “El viaje de regreso a Marbella, que normalmente toma hora y media, aquella vez se sintió como diez minutos,” cuenta con humor. Son esas pequeñas experiencias, las travesuras y los accidentes de juventud, las que hoy le despiertan un cariño especial por los años que han pasado y lo que ha aprendido de ellos.
Enrique ha llegado a entender que, si bien la vida no le permitió cumplir todos sus sueños tal como los imaginó, le dio algo igualmente valioso: la oportunidad de crecer, de reconciliarse con su historia y de construir algo distinto para sus hijos. Cada elección, cada paso que ha dado, está lleno de una profunda gratitud por los aprendizajes y un deseo de trascender las sombras del pasado. Con la mirada serena y cargada de un propósito renovado, Enrique encuentra paz en ese camino lleno de imperfecciones que lo ha llevado a convertirse en un hombre satisfecho, un profesional honesto y, sobre todo, un padre orgulloso del amor y el hogar que ha construido.
Al final de la conversación, Enrique Agüera se permite una última reflexión, una frase que resume su camino y su búsqueda incansable de sentido. “Si algo he aprendido, es que la vida, con todas sus vueltas y sacrificios, nunca se parece a lo que soñamos de niños,” dice, con una calma que refleja años de aprendizajes. “Pero, al mirar hacia atrás, entiendo que cada momento, cada renuncia y cada triunfo me han llevado hasta aquí, y aquí es donde quiero estar.” Enrique ha hecho las paces con su historia, abrazando sus errores y honrando las lecciones de su padre a su manera, dándoles un nuevo sentido a través del amor que entrega a su familia y su comunidad.
En ese instante, Enrique piensa en su esposa Cristina y mira a su hijo Juan, quienes lo han acompañado en su viaje personal y profesional. "Ellos son mi razón de ser", confiesa. Su compañera de vida, con quien formó un hogar y un proyecto profesional, ha sido un pilar fundamental en su vida, mientras que sus hijos representan los valores y sueños que él siempre quiso heredar.
Hoy, su mayor legado no son los éxitos ni las derrotas, sino el ejemplo de vivir con autenticidad, el amor que comparte con su familia, y la certeza de que el verdadero propósito está, justamente, en el camino recorrido y en la familia que ha construido a su lado.
Redacción y fotografía por Rosario Tirado
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